Los Sofistas y Sócrates

En la segunda mitad del siglo V a.C. la reflexión filosófica se desplaza a Atenas, ciudad en la que alcanzará su mayor esplendor.

La filosofía da un giro antropológico, es decir, pasa de ocuparse prioritariamente de problemas cosmológicos (sobre el origen y constitución del universo) a reflexionar sobre asuntos humanos, de ética y política.

Las razones de este giro son básicamente dos. Por un lado, se han agotado prácticamente las soluciones a los problemas de la filosofía presocrática: arjé uno o múltiple, un mundo estático o dinámico…Pero la razón principal es la existencia de la democracia en Atenas. Este sistema político implica la participación de los ciudadanos (varones atenienses) en la política, utilizando su libertad de expresión y votando. Lo cual lleva a que las preocupaciones prioritarias, también para la filosofía, tengan que ver con la convivencia social, las leyes más convenientes, la toma de decisiones colectiva y otros aspectos ya alejados de los cuatro elementos y los átomos.

Los Sofistas

Los ciudadanos atenienses se sentían muy identificados con su polis (ciudad-estado) y preocupados por los asuntos públicos. El mayor anhelo de un joven ateniense era triunfar en política, ser un gran dirigente como Pericles. Para ello debía tener amplios conocimientos y hablar bien en público para persuadir a la Asamblea, y esto en un clima de rivalidad y pluralismo político. Este joven, pues, necesitaba una educación adecuada para alcanzar el éxito en política, y serían los sofistas los que vendrían a satisfacer tal necesidad.

Características generales

Los sofistas fueron los intelectuales de esta segunda parte del siglo V, los nuevos maestros de la cultura en un pueblo que aún se educaba en los relatos homéricos. En su mayor parte venían de fuera de Atenas y se dedicaban a preparar a aquellos que pudiesen costearse sus clases para el triunfo en la política. Para ello daban cursos sobre economía, leyes… y sobre todo retórica y técnicas de argumentación. Todo lo cual ayudaría a sus alumnos a ser unos buenos oradores capaces de hacer bellos discursos con los que pudieran convencer a la mayoría de la Asamblea (que decidía con su voto), así como les permitiría atacar con eficacia los argumentos rivales y defender convincentemente los propios.

El tema de debate más importante entre los sofistas fue la relación entre la physis y el nomos. La physis hacía referencia a la naturaleza humana, que ellos entendían como básicamente egoísta: cada hombre busca su propio interés (y placer), con lo cual acaba imponiéndose la ley del más fuerte. El nomos hace referencia a las leyes y costumbres cambiantes. En general se pensaba que las leyes pretendían reprimir o controlar esa naturaleza humana egoísta. Algunos sofistas, como Protágoras, lo veían bien: las leyes traen la civilización frente a la lucha de todos contra todos. Otros, como Calicles, lo veían mal: se debe imponer la ley del más fuerte (lo natural), incluso saltándose las leyes. Y, por último, esta opinión de que las leyes introducen igualdad protegiendo a los débiles fue contestada por Trasímaco: el nomos (las leyes) está al servicio de los más fuertes.

Cabe señalar una evolución de la política ateniense en este período. En vida de Pericles los políticos solían anteponer el bien común de la polis a sus intereses personales. Tras su muerte (429) y las guerras del Peloponeso (contra Esparta), aparecieron los demagogos, políticos que anteponían sus ambiciones personales al bien común; lo cual supuso la decadencia de Atenas. Paralelamente, los sofistas de la época de Pericles, como Protágoras, aconsejaban a sus alumnos aplicar sus conocimientos al bien común; mientras los sofistas de la época posterior, como Gorgias, se desentendían de la finalidad de esas técnicas de persuasión.

Protágoras

Protágoras es el sofista más representativo. Su inteligencia y honestidad eran reconocidas hasta por sus mayores rivales.

Piensa que vivimos en un mundo de apariencias cambiantes y plurales que captamos por los sentidos. Y frente a la tradición presocrática, cree que el logos no puede ir más allá de esas apariencias.

Su filosofía se resume en su más famosa sentencia: “El hombre es la medida de todas las cosas”. No puede haber aproximación objetiva al mundo. Siempre nos acercaremos desde nuestra propia subjetividad, desde cada uno de nosotros. Y como somos diferentes, el mundo que nos representemos también será diferente. Por ejemplo, ante la misma temperatura para unos hará frío, para otros, calor; o ante el mismo alimento, para unos será más amargo o dulce que para otros… Y todos dirán la verdad respecto a esas apariencias, es decir, todas las opiniones serán verdaderas.

Esta posición filosófica se llama relativismo. En Protágoras podemos distinguir dos dimensiones. Existe un relativismo epistemológico que se caracteriza por que toda verdad es relativa (o dependiente) a cada persona o grupo de personas. Y un relativismo ético que sostiene que el bien y la justicia son también relativos, es decir, cada uno (individuo o colectividad) tiene su propia concepción de lo bueno y lo malo, y ninguna es mejor que la otra.

Esta postura es coherente con la enseñanza de técnicas de discusión como las antilogías (un alumno debía defender dos puntos de vista contrarios) o la de convertir el argumento más débil en más fuerte. Muchos no vieron con buenos ojos este tipo de ejercicios que, sin embargo, permitieron desarrollar el aspecto argumentador (a veces falaz) y crítico del logos.

No obstante, parece que Protágoras no llevó su relativismo al extremo, pues acabó reconociendo que, si bien todas las opiniones eran verdaderas, unas eran más útiles que otras; así, debían seguirse aquellas que servían al bien común mejor que aquellas que lo perjudicaban.

Gorgias

Gorgias, a diferencia de Protágoras, no se preocupaba del buen o mal uso que sus alumnos dieran a sus enseñanzas.

Era escéptico: no creía que el ser humano pudiera alcanzar ninguna verdad sobre el mundo, ni siquiera relativa. Sus tesis cargadas de ironía contra Parménides así lo muestran: no existe nada; si existiera algo, no podría ser pensado; y si pudiera ser pensado no podría ser dicho.

No hay conexión entre el lenguaje y el mundo: las palabras no nos dicen nada de las cosas (las primeras son sonidos; de las segundas tenemos solo imágenes subjetivas). El lenguaje se convierte entonces en un instrumento para manipular otras mentes. Como las opiniones no se sustentan sobre una base real (en las cosas), las palabras usadas adecuadamente pueden hacer cambiar esas opiniones según los intereses del orador. Producen en el alma del que escucha efectos análogos a los de los fármacos en el cuerpo: cambian los estados del alma (sentimientos, opiniones) incluso pasando por encima de la voluntad del oyente. Así, las palabras ordenadas apropiadamente serán una medicina que permitirá al político persuadir a la masa (irracional, por lo demás) y satisfacer así sus ambiciones personales.

Sócrates

Sócrates (470-399 a.C.) es uno de los filósofos más conocidos de la Historia y, sin embargo, no escribió nada. Existen diversas fuentes para conocer su pensamiento (Aristófanes, Jenofonte, Aristóteles…) pero la más importante es su discípulo Platón, en cuyas primeras obras parece verse reflejado el pensamiento del maestro.

Nacido en Atenas, de donde apenas salió, vivió durante la segunda mitad del siglo V el esplendor de la época de Pericles y la posterior decadencia con la guerra del Peloponeso y las políticas ambiciosas de los demagogos. Consiguió ser un ciudadano ejemplar a lo largo de su vida, respetuoso con las leyes y defendiendo con las armas a su polis cuando fue necesario.

Incluso más conocida que su vida pudo ser su condena a muerte en el 399. Fue acusado por demócratas conservadores de no respetar los dioses de la polis, de introducir nuevos dioses y de corromper a los jóvenes. Sócrates no consiguió convencer al jurado de su inocencia y aceptó la sentencia. Ya muy mayor, rechazó tanto la posibilidad del destierro como incluso la de huir de la cárcel. Fue fiel a las leyes de Atenas y a sí mismo hasta el final.

Una vida para la filosofía

Sócrates se dedicaba a pasear por las calles y plazas de Atenas, conversando con la gente en la búsqueda de la verdad. A diferencia de los sofistas, ni cobraba por ello ni era relativista: creía que era posible llegar a un acuerdo sobre lo verdadero y lo bueno.

Ante todo exhortaba a los atenienses al cuidado del alma, mucho más valioso que las preocupaciones por el cuerpo o las riquezas materiales. En un alma virtuosa estaba el secreto de la felicidad. Por ello era tan importante el conocerse a uno mismo, como decía la inscripción en el templo de Delfos (“gnothi seautón”). En la propia alma encontraremos las verdades que nos harán virtuosos, excelentes en nuestro comportamiento.

También del oráculo de Delfos, inspirado por Apolo, le viene a Sócrates su dedicación a la filosofía. De manera enigmática la pitonisa confirmó que Sócrates era el hombre más sabio de su tiempo. Este, consciente de su propia ignorancia, decidió tomarse muy en serio el oráculo y se dedicó a buscar por Atenas alguien más sabio que él. Después de dialogar con mucha gente confirmaba una y otra vez la verdad del oráculo: Sócrates era más sabio porque al menos sabía que no sabía mientras los demás se creían que sabían pero en realidad no sabían.

El diálogo como método. Ironía y mayéutica

El objetivo de Sócrates era encontrar una definición universal de los conceptos morales (justicia, valentía, piedad…). El camino hacia esa definición se recorría por inducción: partía de casos particulares donde se diera una virtud y se buscaba qué tenían en común tales casos diferentes por lo cual tenían esa virtud. Por ejemplo, se partía de acciones diversas que fuesen consideradas justas y se intentaba extraer la justicia que había en ellas, aquello que las hacía ser justas, en definitiva, la definición de justicia.

Este esfuerzo se daba en el diálogo, en la palabra hablada y escuchada. Interrogaciones y réplicas en las que Sócrates y su interlocutor avanzaban tortuosamente, muchas veces hacia un camino sin salida.

Se suele decir que en este diálogo hay dos fases: 

La primera tiene como objetivo que el interlocutor de Sócrates reconozca su propia ignorancia, que posee un falso saber. Se resume en el famoso “solo sé que no sé nada” (ironía). No hay peor ignorancia que la del que se cree que sabe y en realidad no sabe, ya que al creerse en posesión de la verdad no se esfuerza por buscarla de veras.

La segunda fase consiste en que el interlocutor ya liberado del error y  con la ayuda de Sócrates, busca dentro de sí mismo la verdad. Se conoce como mayéutica, y hace referencia al oficio de la madre de Sócrates, que era comadrona. El hijo lo hereda colaborando para que el alma del interlocutor dé a luz la verdad que se encuentra en su interior. Así, el conocimiento de uno mismo no se lleva a cabo en solitario sino mediante el diálogo, y la verdad será el resultado de  un esfuerzo común y de un consenso acerca de lo que se busca definir.

Por los diálogos de Platón sabemos que en la mayoría de los casos no se conseguía el objetivo mayor de alcanzar el saber y se conformaba con el reconocimiento de la ignorancia. Pero esto no hizo tambalear el optimismo de Sócrates en que una verdad universal pudiera alcanzarse.

El intelectualismo moral

La doctrina ética de Sócrates se llama intelectualismo moral y sostiene que el saber es condición necesaria y suficiente para alcanzar la virtud, es decir, que solo el que sabe puede ser virtuoso. Por ejemplo, solo el que sabe qué es la justicia puede ser justo. De esta manera el mal (p.ej. la injusticia) es producto de la ignorancia.

Sócrates asimila este saber moral con los saberes técnicos. Así, de la misma manera que solo el que tiene conocimientos de arquitectura puede ser arquitecto o el que sabe de alfarería puede ser alfarero, solo el que sabe qué es la justicia puede ser puede ser justo o el que conoce el bien puede ser bueno.

Lo anterior lleva a la famosa paradoja socrática de que es mejor el que hace el mal a caso hecho que el que lo hace sin querer. En efecto, sería mejor arquitecto el que, sabiendo de arquitectura, hace las casas mal a propósito que aquel que las hace mal porque no sabe de arquitectura. En cuanto arquitecto sería mejor el primero porque al menos sabe. Si lo comparamos con el saber moral, ocurriría que sería más bueno aquel que conoce el bien pero realiza el mal que el realiza el mal porque desconoce el bien, porque el primero al menos sabe qué es el bien. 

Naturalmente a Sócrates le repugna la conclusión de que sea mejor el que hace el mal a sabiendas que el que lo hace sin saber. Pero piensa que lo primero es imposible: el alma del hombre tiende necesariamente al bien, y si lo conoce lo realiza. Los malvados también tienden al bien, pero son ignorantes: confunden su bien particular con el bien en sí. Por ejemplo, el ladrón roba porque para él eso es un bien; habría que enseñarle que en realidad eso es un mal. Se necesitarían más escuelas y menos cárceles.

La importancia de tener un alma virtuosa es tal que, según Sócrates, es preferible sufrir una injusticia a cometerla. Esto último llevaría a “manchar” nuestra alma, a hacerla viciosa…e infeliz. Porque solo la virtud puede dar lugar a la felicidad. Por ejemplo, el tirano que llega al poder cometiendo injusticias no puede ser feliz, desde los remordimientos a los temores a perder lo adquirido o la vida se lo impedirán.

En conclusión, la ética de Sócrates nos dice que solo el que sabe puede alcanzar la virtud, y solo este último puede ser feliz.

Escrito por: Gonzalo Jiménez

Licenciado en Filosofía en la Universidad de Granada (UGR), con Máster en Filosofía Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
Desde 2015, se ha desempeñado como docente universitario y como colaborador en diversas publicaciones Académicas, con artículos y ensayos. Es aficionado a la lectura de textos antiguos y le gustan las películas y los gatos.

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